martes, 9 de octubre de 2018

Leyenda mexicana: el charro negro

Cuando estuve en México conocí al charro negro. Era un hombre robusto, alto, moreno y siempre vestía como un charro. Traía un sombrero de esos redondos de dos pedradas y en sus botas tintineaban sendas espuelas de plata que refulgían con la luz del sol. Acostumbraba a ir los domingos por la tarde a la plaza pública municipal. Ahí cantaba a capella y hacia resonar su látigo sobre el pavimento. Algunos murmuraban a sus espaldas que estaba loco y disimulaban sus risas, no fuera que los descubriera y entonces sí, se las vieran con un loco furioso. Decían que su locura le había venido de una vivencia traumática cuando aún era muy joven:

Una tarde que volvía de reparar la cerca del rancho en donde trabajaba como caporal, su caballo, un manso retinto comenzó a parar las orejas pues había advertido algo fuera de lo común metros mas adelante. Un pequeño bulto fue tomando forma según se acercaba. Era un canasto que dejaba asomar unas cobijas. El caballo comenzó a temblar y a corcovear un poco, luego se rehusó a seguir avanzando. Su jinete descendió de su bruto, lo ató a un árbol cercano y avanzó los pocos metros que lo separaban de lo que resultó ser un hermoso bebé que tendría, según su apariencia, solo algunos meses de haber nacido. Estaba envuelto en una fina cobija blanca con rayas gruesas de color azul marino. Tomó a la criatura en sus brazos mientras se preguntaba qué madre desnaturalizada habría tenido la sangre tan fría como para abandonarla.

Tenía la piel muy blanca, los ojos muy azules. Era regordete, pesaba según sus cálculos quizá un poco mas de 5 kilos. Se encaminó con el bebé a su caballo y cuando se iba acercando el animal comenzó a relinchar, a pararse en los dos cuartos traseros y a lanzar coces a diestra y siniestra. Trató de calmarlo pero fue inútil. Al ver que no conseguía nada, decidió sentarse un momento sobre una gruesa rama de un árbol que descendía hasta casi llegar al suelo. Notó que, conforme se alejaba con su carga a cuestas el noble bruto se iba tranquilizando.

- Pues sí que está raro el Palomo -dijo en voz alta el caporal-. Parece que no le caíste bien, amiguito. Pero ¿dónde diablos estará tu madre?

El caporal empezó a hacerle cariños y carantoñas hasta que el bebe comenzó a reír.

- No entiendo, palabra, cómo es que te dejaron abandonado... tan precioso... tan gracioso...- decía el hombre cuando pasó algo extraño: el rostro del niño se puso serio y de su pequeña boca salió de pronto una voz horrible, cavernosa:

- ¡Y TAMBIÉN TENGO DIENTITOS!

Su pequeño rostro se había transfigurado para entonces. Los ojos se le tornaron rojos y de sus pequeños labios se asomaban dos grandes colmillos. Babeaba una sustancia verdosa.

- Sagrado corazón de Jesús- grito el caporal, mientras arrojaba con fuerza y lejos de sí a aquella horrible figura de pesadilla que reía espantosamente. Con los nervios destrozados subió en un santiamén a su caballo y se alejó a todo galope de aquel sitio. Cuando llegó al rancho y bajó de un salto de su cabalgadura, ya decía esa clase de incoherencias que lo caracterizarían tiempo después. Tuvo un acceso de fiebre que lo postró por tres días. Se recuperó de la fiebre, pero no de su locura. Con sus propias manos hizo una desviación del camino antes de que lo despidieran, cercó el acceso a aquel sitio donde había tenido lugar el suceso paranormal y colgó un letrero que decía “Prohibido el paso”.

Aseguran que ha habido personas que, ignorando el letrero, se han internado por ese camino y que luego han salido de ahí listos para ingresar al manicomio diciendo no se sabe qué clase de incoherencias, no sé qué de un bebé abandonado.

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