martes, 9 de octubre de 2018

Leyenda de San Andrés

El siguiente cuento está adaptado de la Leyenda Áurea, que escribió el monje medieval Jacobo de Vorágine. Este libro recopila un montón de vidas de santos y gran parte de la iconografía de retablos y fachadas de iglesias está basado en sus relatos.

Cuéntase que hubo un obispo de vida muy virtuosa y era muy devoto de San Andrés. Mas el antiguo enemigo, envidioso de la piedad del referido prelado, adoptó la apariencia de una bellísima dama, se presentó en su palacio y le pidió alojamiento so pretexto de que huía de un mal casamiento que su padre quería arreglarle. Llegada la hora de la comida pasaron al comedor. El obispo y la dama se sentaron frente a frente, ocupando cada cual una de las cabeceras de la mesa; en los asientos de las bandas de uno y otro lado acomodáronse varios otros comensales. El prelado, deseoso de atender a su invitada, mirábala con frecuencia, a fin de que nada le faltara. Cada vez clavaba los ojos con más insistencia en su semblante, considerando detenidamente la perfección y belleza de sus facciones, y cuanto más la contemplaba, más languidecía su espíritu, porque, mientras mantenía su vista clavada en el rostro de ella, el antiguo enemigo de la especie humana más profundamente hundía sus venenosos dardos en el corazón del prelado, mostrándole la esplendente hermosura de la dama. El obispo, al borde ya del naufragio, comenzó interiormente a trazarse un plan para conseguir yacer con ella tan pronto como se presentara alguna coyuntura adecuada. En esto, un peregrino llamó a la puerta del palacio con fuertes aldabonazos y diciendo a voces que le abriera, y como no acudían a abrirle insistió en sus golpes cada vez más estruendosos y en sus gritos, también cada vez más recios. Al fin el obispo preguntó a su invitada:

- ¿Te parece bien, señora, que abramos a ese inoportuno?


- Mejor sería -respondió ella- que antes de abrirle le propusiéramos alguna cuestión complicada para ver si sabe solucionarla. Si responde satisfactoriamente a ella demostrará ser persona discreta y digna de que se le abra; si no sabe responder entenderemos que se trata de algún necio y no se le permitirá que vaya a estas horas a molestar al obispo.

A todos los comensales pareció bien la sugerencia de la dama y el obispo le pidió a la dama que pensara un acertijo. La dama accedió y propuso este:

- Pregúntesele qué es lo más maravilloso que Dios ha hecho en una cosa pequeña.

Un criado del obispo, desde dentro y sin abrir, formuló la pregunta al peregrino y tornó con esta respuesta: "La variedad y excelencia de las caras: entre tantos hombres como han existido desde el principio del mundo y existirán hasta el último día, no ha habido dos cuyos rostros sean completamente iguales; y, sin embargo, en algo tan reducido como la faz de una persona, el Señor ha colocado todos los sentidos del cuerpo humano".

Los comensales, unánimemente, reconocieron que la respuesta era interesante, verdadera y satisfactoria. Pero la mujer dijo:

- Propongámosle una segunda cuestión más complicada que nos permita juzgar mejor acerca de su prudencia y conocimientos. A ver si sabe decirnos dónde la tierra está por encima del firmamento.

He aquí lo que respondió el peregrino: "En el cielo empíreo, porque en él se halla actualmente el cuerpo de Cristo, que es de la misma naturaleza que el nuestro, y por tanto formado del barro de la tierra. Como el cuerpo del Señor de tierra ha sido hecho, tierra es; y como se encuentra en lo más alto de los cielos, o sea, muy por encima del firmamento, síguese que ahí precisamente, en el empíreo, es donde la tierra está por encima del firmamento".

Los contertulios del obispo dieron por muy buena la respuesta y alabaron la sabiduría del forastero. La dama, sin embargo, propuso:

-Planteémosle un tercer y último problema más difícil que los anteriores; si logra resolverlo aceptaremos definitivamente que se trata de un sujeto auténticamente discreto y sabio y que merece ser recibido. Pregúntesele qué distancia media entre la tierra y el cielo.

El peregrino contestó al recadero: "Vuelve a la sala y di a quien te mandó que me hicieras esta pregunta, que la respuesta la conoce él muy bien, puesto que la sabe por experiencia; o debiera saberla, ya que tuvo ocasión de medirla cuando fue arrojado de la gloria y cayó precipitado al fondo del abismo. Yo, en cambio, no he pasado por ese trance. De paso, le dices a tu señor el obispo, que la persona que sugirió que me formularais ésta y las otras cuestiones no es lo que parece, sino que es un demonio disfrazado de mujer".

El mensajero, asustado, regresó al comedor y repitió delante de todos cuanto el peregrino acababa de decirle; mas, antes de que terminara de transmitir el recado, que los oyentes escucharon estupefactos, la supuesta dama repentinamente desapareció. Entonces fue cuando el obispo comprendió la subversión que poco antes había sentido en su alma y los malos pensamientos y deseos que le habían asaltado; se arrepintió de ellos sinceramente, pidió interiormente perdón a Dios y envió nuevamente a su criado a la puerta, esta vez para que dijera al peregrino que pasara; pero el peregrino ya no estaba allí y, por más que lo buscaron por las calles de la ciudad, no pudieron hallarle. El prelado convocó al pueblo, refirió públicamente cuanto había ocurrido y rogó a todos que con ayunos y oraciones suplicasen al Señor que se dignara comunicar a alguien quién había sido realmente el misterioso forastero que llamó a su puerta y le había librado a él de un gravísimo peligro. Aquella misma noche el obispo conoció por revelación que el tal forastero había sido San Andrés, y que había acudido a la puerta de su palacio en apariencia de peregrino para evitar su caída en la tentación que el demonio había organizado contra su virtud. En adelante, y hasta el fin de su vida, el susodicho prelado, cuya devoción a San Andrés creció a raíz del referido suceso, dio constantemente pruebas de la veneración que sentía hacia el santo apóstol.

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