Como creo que he contado aquí en alguna ocasión, de pequeño mis padres me mandaron a un colegio de curas. Y como también he escrito en este blog, ellos inocularon en mí (y tal vez en muchos otros) el virus de la culpa. Por otro lado, y como no podía ser deotro modo, cuando teníamos 12 o 13 años la pubertad nos empezó a pasar factura y empezábamos a tener unas sensaciones nuevas para nosotros, las derivadas de la sexualidad.
Como no me gustaba el fútbol, nos juntábamos los tres raritos de la clase y nos pasábamos los recreos charlando. Me acuerdo de que un repetidor, que se llamaba Juan, nos contaba con pelos y señales las técnicas que usaba para lo que él llamaba "hacerse pajas" y lo que sentía cuando lo hacía. Recuerdo que yo solo escuchaba, no decía nada de ese tema, no sé si porque todavía no sentía "la llamada" o por simple vergüenza (siempre he sido muy tímido). Juan nos comentaba que para "hacerse pajas"
pensaba en todas las niñas con las que jugaba en su barrio, que le
parecían todas buenorras. Todas salvo una, que era rubia y angelical. Esa la quería para casarse con ella. Con esa no podía imaginarse nada sucio.
Un día en el cura que nos daba Religión, al que llamábamos El Honorato, nos dijo que la masturbación era pecado. Ese mismo día en el recreo Juan dijo: "Yo no sé qué es la masturbación, pero no creo que sean las pajas. ¡Eso no puede ser pecado!".
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