Jean-Paul Laurens: El Papa Formoso y Esteban VI (1870) |
En enero de 897 el papa Esteban VI acusó a su predecesor Formoso de perjurio y de haber accedido al papado de forma ilegal y decidió juzgarlo en la misma basílica de San Juan de Letrán. Como este ya estaba muerto y enterrado desde hacía nueve meses, su sucesor ordenó que lo inhumaran, lo vestieran con las vestimentas papales y se le sentara en la cátedra pontificia, a la que se le amarró con una cuerda para que no se escurriera. Un diácono contestó a las acusaciones por Formoso, pues, claro, este no podía hablar, aunque me imagino que respondería con monosílabos o, a lo sumo, frases cortas, para que no se le pudiera acusar de que se tomaba la defensa demasiado en serio. El propio Esteban VI hizo las veces de juez.
Este hecho fue certificado en las actas del concilio romano de 898, en las que se recoge textualmente: «Un hedor terrible emanaba de los restos cadavéricos. A pesar de todo ello, se le llevó ante el tribunal, revestido de sus ornamentos sagrados, con la mitra papal sobre la cabeza casi esqueletizada donde en las vacías cuencas pululaban los gusanos destructores, los trabajadores de la muerte».
Encontrado culpable, se declaró inválida su elección como papa y se anularon todos sus actos y ordenaciones (algo paradójico, pues el propio Esteban había sido nombrado obispo por Formoso). A continuación, se procedió a ultrajar al cadáver, despojarlo de sus vestiduras, se le arrancaron de la mano los tres dedos con que impartía las bendiciones papales y sus restos fueron depositados con la mayor rudeza en una fosa donde se enterraba a los criminales. Ahí permanecieron varios meses hasta la entronización de Teodoro II (cuyo pontificado tan solo duró 20 días, antes de ser asesinado), cuando fueron restituidos a la basílica de San Pedro. Según el cronista Liutprando de Cremona, cuando el cadáver de Formoso fue de nuevo enterrado, las estatuas del Vaticano se inclinaron ante él, en lo que sería un milagro de este movido difunto.
Para evitar que se repitieran sucesos tan horribles como el sínodo cadavérico, el papa Juan IX convocó dos concilios, uno en Rávena y otro en Roma, en los que se prohibió toda acusación en tribunales contra una persona muerta.
Pero la historia de las vicisitudes de los restos de Formoso no acaba aquí, pues el papa Sergio III, al acceder el trono en 904, anuló las decisiones de Juan IX y Teodoro II y, según Bartolomeo Platina, inició un segundo juicio contra el difunto, hallándolo nuevamente culpable. El cadáver de Formoso, que ya debía estar hecho fosfatina, fue decapitado y arrojado al Tíber para que "desapareciese de la faz de la tierra". Sin embargo, según la leyenda, se enredó en las redes de un pescador, que lo extrajo de las aguas y lo escondió. Finalizado el pontificado de Sergio III, estos milagrosos restos fueron depositados en el Vaticano, donde yacen hasta el día de hoy.
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