viernes, 18 de diciembre de 2015

Recuerdo: Yu yu y capadas

Yo nací y crecí en Lugo, ciudad famosa por sus cielos grises, sus tejados grises, sus casas grises y su gente gris. Como quizás algunos sepáis, en esa ciudad llueve todo el puto año. En otoño e invierno, más.

De pequeño fui a un cole religioso, al colegio Padres Franciscanos. Por cierto, que el patio de este colegio da a la muralla de lugo. Recuerdo que en Parvulitos (etapa educativa ahora llamada Infantil) nos pasábamos todo el recreo raspando la argamasa que une las piedras de este importantísimo monumento romano hasta dejarla hecha papilla. Ahora me arrepiento de haber dañado un monumento ahora considerado patrimonio de la humanidad.

Pero lo que iba a contar no era eso, sino que, como en Lugo llueve tanto y cuando llovía, en vez de pasar el recreo en el patio lo pasábamos en el patio del colegio, que, a la vez era un convento de frailes, lo pasábamos en el claustro, por donde corríamos a nuestras anchas. Yo siempre he sido una persona tranquila, pero la mayoría de los chavales tenían un exceso de testosterona o de energía o de lo que fuera, la cuestión es que cuando no podían jugar al fútbol, se les ocurrían las ideas más peregrinas para sublimar este exceso de... lo que sea.

Una de esas ideas peregrinas era hacer lo que llamaban "yu yu". Yu yu era coger a un crío entre cuatro, cada uno por una de sus extremidades, y estamparlo contra una de las cuatro esquinas salientes del claustro golpeándolos contra el duro granito precisamente en la parte que estáis imaginando. Sí, los genitales. ¡Qué angelitos!

Otra cosa que les encantaba en estos aburridos días de lluvia era hacer "capadas". "¿Y qué es hacer capadas?", os preguntaréis. Pues se trataba simplemente de ir corriendo y al aproximarte a otro niño, golpearle en los huevos. Eso dolía un montón.

Un día de esos que a mis compañeros les dio por dar capadas, yo iba pasando por el claustro tranquilamente y, sin venir al caso (claro, esa era la gracia) me dieron un par de capadas. Para cuando lograba sobreponerme del dolor y decidir vengarme, el niño ya se había marchado corriendo, así que me quedaba frustrado, enojado y furioso.

No sabía qué hacer pero como veía que no había tiempo de reacción y que era imposible vengarse de la persona que lo merecía, decidí que al próximo que pasara, le iba a dar yo una capada, fuese quien fuese.

Dicho y hecho, pasó un niño, en concreto Q. y le di una capada. Tras hacerlo me sentí super mal y decidí no dar más, aunque a mí me siguieran lloviendo las capadas. Me di cuenta de que mi decisión era muy injusta.

Total, que subimos a clase y el chivato de Q. va y le dice al profe:

- Don César, algunos niños están dando capadas (y le explicó en qué consistía tal cosa).

- ¿Como quién?

- Pues muchos, por ejemplo Martínez.

- Matas un perro y te llaman mataperros - pensé yo, pero no lo dije, bueno, en realidad no lo pensé porque a aquella tierna edad todavía no conocía ese refrán.

En fin, la moraleja que extraigo de este relato, si cabe alguna, es que no estaba en mi personalidad lo de devolver ojo por ojo y diente por diente, menos aun a una persona que no tenía nada que ver, la pobre. Por un lado me sentó mal que Q. se chivara de mí, porque, al fin y al cabo, solo lo había hecho una vez, mientras que otros habían dado cientos de capadas. Por otro lado, acepté mi castigo con resignación, porque, al fin y al cabo, Q. tenía razón, lo había hecho, aunque solo fuera una vez. ¿Y qué más da el número? Lo había hecho y punto. Pero por otro lado (ya van tres lados, se trata de un problema complejo y poliédrico, como vemos), me daba rabia que otros se hubieran salido con la suya tras hacer eso que precisamente se me recriminaba a mí muchas más veces, pero como ellos sí estaban acostumbrados a hacerlo, llegaban corriendo, te daban la capada y volaban, sin que te diera tiempo a reconocer quién lo había hecho, quizá hasta favorecieran dar capadas a gente de otras clases, no familiarizados con sus caras, para que no se pudieran chivar. Probablemente, tras yo dar "mi" capada, me sentí mal, hasta le pediría perdón a la persona  en cuestión, lo que facilitó mi identificación y posterior chivatazo.

En fin, una batallita que contar a mis nietos y, no sé, quizá, una lección que aprendí.

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